Meditaciones: domingo de la 5.ª semana de Cuaresma (ciclo B)

Reflexión para meditar el domingo de la quinta semana de Cuaresma. Los temas propuestos son: descubrir la identidad de Jesús; la cruz hace plena nuestra vida; amor y sacrificio por los demás.

- Descubrir la identidad de Jesús.

- La cruz hace plena nuestra vida.

- Amor y sacrificio por los demás.


QUEDAN pocos días para la muerte de Jesús en la cruz. La Iglesia propone adentrarnos en la última semana de Cuaresma compartiendo los sentimientos del Señor. Así, cuando unos griegos dicen: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21), brota del corazón de Cristo algo que parece no tener relación: la conciencia de que se acercaba el momento de la redención. «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre» (Jn 12,23).

Jesús sabe que el proyecto de amor de su Padre –salvar a los hombres– se acerca a su coronación. Va a culminar su misión en el Calvario. Este ha sido su principal deseo, que ahora actualiza con decisión: «Ahora mi alma está turbada; y ¿qué voy a decir?: “¿Padre, líbrame de esta hora?” ¡Pero si para esto he venido a esta hora! ¡Padre, glorifica tu nombre!» (Jn 12,27-28). Conocer verdaderamente a Cristo implica descubrir que su identidad es inseparable de la cruz. Entender al Señor sin su pasión sería falsear su verdadero mensaje.

Por esto, ante la petición de unos griegos que quieren verle, Cristo responde hablando de la hora de la salvación y emplea la imagen del grano de trigo. Son dos componentes que dibujan la imagen de quién es él. Si queremos conocer a Jesús con plena fidelidad, no podemos reducirle a un mero maestro o a un austero profeta, sino a Dios que ha venido en el momento oportuno a dar su vida por nosotros. «Si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto» (Jn 12,24). «Jesús revela que él, para todo hombre que quiera buscarlo, es la semilla escondida dispuesta a morir para dar mucho fruto. Como diciendo: si queréis conocerme, si queréis comprenderme, mirad el grano de trigo que muere en la tierra, es decir, mirad la cruz»[1].


«EN LA PASIÓN, la Cruz dejó de ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria. La Cruz es el emblema del Redentor: in quo est salus, vita et resurrectio nostra: allí está nuestra salud, nuestra vida y nuestra resurrección»[2]. Tan primordial es la cruz en nuestra vida que desde pequeños se nos ha enseñado, como primera oración cristiana, a hacer la señal de la cruz. Y cuántos crucifijos nos recuerdan la verdadera identidad de Jesús en las paredes de nuestras casas o teniéndolo discretamente en el bolsillo.

La cruz, en definitiva, hace plenas nuestras biografías, pues en ella el mal queda vencido. Del mismo modo que una cruz culminó la obra de amor de Cristo, así Dios quiere glorificar nuestra existencia. Ante la obediencia de su hijo, el Padre no duda en revelarse: «Entonces vino una voz del cielo: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré”» (Jn 12,28). En ese «de nuevo lo glorificaré» estamos todos los cristianos –otros Cristos–, que culminaremos nuestra vida venciendo con una respuesta de amor los momentos que podamos denominar como de pasión, pues Jesús añade: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros».

Sin embargo, abrazar la cruz de Cristo no consiste en una mera acumulación de sufrimientos, de proponerse sacrificios que nos den la subjetiva impresión de merecer una gloria o una recompensa por nuestros actos. Jesús habla de perder la vida, pero lo hace en clave de servicio discreto. «¿Y qué significa perder la vida? Es decir, ¿qué significa ser el grano de trigo? Significa pensar menos en sí mismos, en los intereses personales y saber ver e ir al encuentro de las necesidades de nuestro prójimo, especialmente de los últimos. Cumplir con alegría obras de caridad hacia los que sufren en el cuerpo y en el espíritu es el modo más auténtico de vivir el Evangelio, es el fundamento necesario para que nuestras comunidades crezcan en la fraternidad y en la acogida recíproca»[3].


LA VIDA ordinaria se convierte así, por voluntad de Dios que nos quiere hacer felices, en acompañar al Señor en su camino en la tierra, que pasa por el Calvario y se dirige a la Resurrección. Aunque Jesús en algunos momentos pueda pedirnos un sacrificio importante, por lo general nos llama a descubrir la cruz «de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo»[4]. Así podemos hacer que Cristo triunfe: viviendo pequeñas mortificaciones escondidas que solo él ve pero que, como su pasión, tienen su origen en el amor a los demás. En un punto de Camino san Josemaría proponía algunas mortificaciones discretas que nos pueden ayudar a cuidar nuestras relaciones, imitando el estilo de vida del Señor: «Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior»[5].

Nuestra vida es un tiempo de encuentro. Por eso, es lógico que muchos de los sacrificios de nuestro día a día estén dirigidos a hacer la vida más agradable a las personas que nos rodean. Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Ganar en afabilidad, alegría, paciencia, optimismo, delicadeza, y en todas las virtudes que hacen amable la convivencia es importante para que las personas puedan sentirse acogidas y ser felices (...). En cambio, ciertas maneras de expresarse pueden enturbiar o dificultar la creación de un ambiente de amistad. Por ejemplo, ser demasiado categórico al expresar la propia opinión, dar la apariencia de que pensamos que los propios planteamientos son los definitivos, o no interesarse activamente por lo que dicen los demás, son modos de actuar que encierran en uno mismo»[6]. Al fin y al cabo, el amor y la cruz son dos realidades que están inseparablemente unidas. La Virgen María, «Maestra del sacrificio escondido y silencioso»[7], nos podrá ayudar a querer a nuestros hermanos como hizo su Hijo: dando la propia vida por todos los hombres.


[1] Francisco, Ángelus, 21-III-2021.

[2] San Josemaría, Via Crucis, II estación, n. 5.

[3] Francisco, Ángelus, 18-III-2018.

[4] San Josemaría, Camino, n. 178.

[5] San Josemaría, Camino, n. 173.

[6] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 1-XI-2019, n. 9.

[7] San Josemaría, Camino, n. 509.