Hacia la santidad

Ofrecemos el audio de la homilía pronunciada por san Josemaría el 26 de noviembre de 1967 y recogida en Amigos de Dios.

Nos quedamos removidos, con una fuerte sacudida en el corazón, al escuchar atentamente aquel grito de San Pablo: ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación. Hoy, una vez más me lo propongo a mí, y os recuerdo también a vosotros y a la humanidad entera: ésta es la Voluntad de Dios, que seamos santos.

Para pacificar las almas con auténtica paz, para transformar la tierra, para buscar en el mundo y a través de las cosas del mundo a Dios Señor Nuestro, resulta indispensable la santidad personal. En mis charlas con gentes de tantos países y de los ambientes sociales más diversos, con frecuencia me preguntan: ¿Y qué nos dice a los casados? ¿Qué, a los que trabajamos en el campo? ¿Qué, a la viudas? ¿Qué, a los jóvenes? (...)

Pensaréis que la vida no es siempre llevadera, que no faltan sinsabores y penas y tristezas. Os contestaré, también con San Pablo, que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni virtudes; ni lo presente, ni lo venidero, ni la fuerza, ni lo que hay de más alto, ni de más profundo, ni otra ninguna criatura, podrá jamás separarnos del amor de Dios, que se funda en Jesucristo Nuestro Señor. Nada nos puede alejar de la caridad de Dios, del Amor, de la relación constante con nuestro Padre.Sendero de oración

Recomendar esa unión continua con Dios, ¿no es presentar un ideal, tan sublime, que se revela inasequible para la mayoría de los cristianos? Verdaderamente es alta la meta, pero no inasequible. El sendero, que conduce a la santidad, es sendero de oración; y la oración debe prender poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en árbol frondoso.

Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, que es Madre nuestra. Todavía, por las mañanas y por las tardes, no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento que me enseñaron mis padres:

¡oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a Vos. Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón...

¿No es esto —de alguna manera— un principio de contemplación, demostración evidente de confiado abandono? ¿Qué se cuentan los que se quieren, cuando se encuentran? ¿Cómo se comportan? Sacrifican cuanto son y cuanto poseen por la persona que aman.

Escuche la homilía aquí