Ejemplos de fe (IV): el profeta Elías

Cuarto texto centrado en la virtud de la fe, sobre la que se medita a partir de la vida del Profeta Elías, quien gozó de una gran intimidad con Dios.

El profeta Elías es llevado a los cielos en un carro de fuego.

Después de Abraham, Moisésy David, surge uno de los hombres más célebres del Antiguo Testamento: el profeta Elías, que el Catecismo de la Iglesia Católica designa como «padre de los profetas, "de la raza de los que buscan a Dios, de los que persiguen su Faz" (Sal 24, 6)»[1], y que, al igual que Moisés, gozó de una gran intimidad con el Señor. Su ejemplo nos puede servir para considerar una exigencia de la fe: la necesidad de dar culto exclusivamente al Señor. La vida de Elías —que «era un hombre de igual condición que nosotros»[2]- muestra cómo Dios auxilia a quienes acuden a Él mediante la oración, especialmente en las dificultades.

Que todo este pueblo sepa que tú, Yahveh, eres Dios

Elías el Tesbita vivió en el reino de Israel durante el siglo VIII a.C. Su nombre, que significa «mi Dios es Yahveh», sintetiza el aspecto central de su misión: recordar que Yahveh es el único verdadero Dios y que solo a Él se debe dar culto. Y hacerlo precisamente cuando el rey Ajab, por influencia de su mujer Jezabel, adoraba a un dios extranjero y el culto al verdadero Dios convivía con la idolatría[3]: «El pueblo adoraba a Baal, el ídolo tranquilizador del que se creía que venía el don de la lluvia, y al que por ello se atribuía el poder de dar fertilidad a los campos y vida a los hombres y al ganado. Aun pretendiendo seguir al Señor, Dios invisible y misterioso, el pueblo buscaba seguridad también en un dios comprensible y previsible, del que creía poder obtener fecundidad y prosperidad»[4].

En esta situación, Dios elegirá a Elías para ser su portavoz frente a los hombres. El profeta anuncia a Ajab las consecuencias de su apostasía: «Vive el Señor, Dios de Israel, en cuya presencia estoy, que durante estos años no habrá rocío ni lluvia, si no es por mi palabra»[5].

Años más tarde, cuando los efectos de la sequía se han vuelto dramáticos [6], el Señor envía de nuevo a Elías a presentarse ante el rey. El profeta pide a Ajab que reúna a todo Israel y a los profetas de Baal en el monte Carmelo. El rey accede, y entonces Elías lanza su desafío: «Solamente he quedado yo como profeta del Señor, mientras que los profetas de Baal son cuatrocientos cincuenta hombres. Traednos dos novillos: que ellos elijan uno, lo descuarticen y lo coloquen sobre la leña sin prenderle fuego; yo prepararé el otro, lo pondré sobre la leña y tampoco le prenderé fuego. Vosotros invocaréis el nombre de vuestro dios y yo invocaré el nombre del Señor. El dios que responda con el fuego, ése es el verdadero Dios»[7]. La propuesta está pensada para que todos puedan reconocer quién es el verdadero Dios, ya que el pecado del pueblo no consistía en haber olvidado completamente al Señor, sino en ponerlo junto a otro dios.

Las invocaciones de los numerosos profetas de Baal se prolongan por varias horas, pero no obtienen nada. En cambio, la oración de Elías encuentra una respuesta inmediata: cae fuego del cielo que consume el novillo, la leña e incluso el agua que el profeta había mandado derramar en abundancia sobre la víctima del sacrificio. Ante la evidencia, el pueblo exclama unánime, rostro en tierra: «¡el Señor es el verdadero Dios!»[8]. El culto a Baal, dios de la lluvia, se ha revelado falso y la existencia de otros dioses fuera de Yahveh queda descartada.

Durante la confrontación, Elías se mueve con la seguridad de la fe, con el aplomo de quien sabe que se encuentra en manos de quien es más fuerte que la naturaleza y que los hombres. Las burlas que dirige a los profetas de Baal mientras invocan a su dios resultan bien elocuentes de su confianza en que el Señor intervendrá en su favor: «gritad con voz más fuerte, porque él es dios, pero quizá esté meditando, o tenga alguna necesidad, o esté de viaje, o a lo mejor está dormido y tiene que despertarse»[9].

Con razón se puede llamar a Elías el profeta del primer mandamiento, que manda creer en Dios y adorarlo, amándolo sobre todas las cosas, sin ir en pos de otros dioses [10]. Elías defiende la primera consecuencia del precepto: dar culto solo al Señor.

Explicaba Benedicto XVI: «Solo así Dios es reconocido por lo que es, Absoluto y Trascendente, sin la posibilidad de ponerlo junto a otros dioses, que lo negarían como absoluto, relativizándolo. Esta es la fe que hace de Israel el pueblo de Dios; es la fe proclamada en el conocido texto del Shemá Israel: "Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas" (Dt 6, 4-5)»[11].

El hombre no puede poner al Dios único junto a otros dioses. Aunque hayan transcurrido muchos siglos y las circunstancias actuales resulten distintas de las del antiguo Israel, la tentación de quitar a Dios del lugar que le corresponde sigue tan presente como entonces.

Al descubrir en nuestra propia vida intereses, gustos o preocupaciones que tienden a ocupar el primer lugar en la cabeza o en el corazón, podemos pedir al Señor que avive nuestra fe y la vuelva realmente operativa, de modo que nada —ni una criatura, ni un pensamiento o deseo de nuestro propio yo— disminuya la dedicación total que debemos a Él.

Como nos recuerda el Papa Francisco, «cada uno de nosotros, en la propia vida, de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy preciso de las cosas consideradas más o menos importantes. Adorar al Señor quiere decir darle a Él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar, creer —pero no simplemente de palabra— que únicamente Él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos ante Él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios de nuestra historia»[12].

La actuación de Elías nos anima también a ser valientes a la hora de dar testimonio público de nuestra fe, ante los intentos —viejos, pero que se renuevan continuamente— de reducir la religión a una cuestión privada. Se pretende excluir de la vida social toda referencia a Dios, como si hablar de Él ofendiera algunas sensibilidades.

A Elías no le basta su propia fidelidad al Señor. En el monte Carmelo reza para que todo Israel sepa que Yahveh es el verdadero Dios, que convierte los corazones [13]. La fe no puede quedar encerrada: «nace de la escucha, y se refuerza con el anuncio»[14], «implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado»[15].

Elías y Moisés acompañan al Señor en la Transfiguración.

¡Toma mi vida, pues yo no soy mejor que mis padres!

Tras el holocausto del Carmelo, el pueblo reconoce que Yahveh es Dios. Poco después, el rey será testigo de cómo el profeta consigue del Señor el fin de la sequía [16]. Pero en el momento que podría considerarse el mayor triunfo de Elías, su historia sufre un vuelco inesperado: la esposa del rey, indignada por lo que ha hecho, se propone ejecutarlo. Ante la amenaza, Elías tiene miedo y escapa, adentrándose en el desierto. Extenuado por la marcha y por la amargura que debía experimentar al verse abandonado frente al odio de la reina, deseó la muerte diciendo: «ya es demasiado, Señor, toma mi vida pues yo no soy mejor que mis padre»[17].

Durante años, Elías ha sido el único testigo de Dios en Israel; además, se acaba de enfrentar a cuatrocientos cincuenta profetas de Baal delante de todo el pueblo y con la hostilidad del rey. Ahora, en cambio, se atemoriza ante las amenazas de Jezabel y huye lo más lejos que puede. ¿Dónde quedó su seguridad? ¿Ya no confía en el Señor, que lo ha acompañado hasta ahora con tantos prodigios?

También hay episodios en la vida de san Josemaría en que, como Elías, experimentó el miedo. Por ejemplo, la víspera del 2 de octubre de 1936. Eran los primeros meses de la guerra civil española, y el fundador del Opus Dei se encontraba escondido en Madrid con otras personas, cuando les anunciaron un registro inminente que les podía acarrear el fusilamiento. Ante la proximidad de la muerte, sintió «de una parte, el gozo inmenso de ir a unirme definitivamente con la Trinidad; de otra, la claridad con que Él me hacía ver que yo no valgo nada, no puedo nada y, por eso, temblaba con auténtico miedo»[18].

Elías con la viuda de Sarepta y su hijo.

Quizá nosotros no hemos pasado por una situación tan extrema, pero puede que hayamos experimentado el descorazonamiento, tal vez al recibir una mala noticia, o ante un aparente fracaso apostólico, o al comprobar la magnitud de la propia miseria. Sin embargo, Dios conoce mejor que nosotros lo poco que somos: solo nos pide «la humildad de reconocerlo, y la lucha para rectificar, para servirle cada día mejor, con más vida interior, con una oración continua, con la piedad y con el empleo de los medios adecuados para santificar tu trabajo»[19].

Como a Elías, las circunstancias adversas deben llevarnos a invocar confiada y sinceramente al Señor. Es el momento de ejercer la virtud de la fe, que, unida a la esperanza, resulta más necesaria a la hora de la soledad y del aparente fracaso que a la hora del triunfo y de la aclamación popular. La oración de Elías en ese momento de desaliento fue una oración grata a Dios, porque venía de un corazón sincero y humilde, que ardía de celo por las cosas del Señor y aceptaba todo lo que de Él pudiera venir. Y ante esa plegaria, no tarda en llegar la respuesta: por dos veces Dios envía un ángel, que le despierta y manda que coma y beba. Elías «se levantó, comió y bebió; y con las fuerzas de aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios»[20].

Nuestro Señor no abandona nunca a quienes trabajan por su causa. Elías, el hombre de Dios, ha vivido de Él en todo momento: le ha sostenido en las adversidades, le ha ayudado a perseverar, le ha dado los medios que necesitaba para llevar a cabo su misión. A pesar de las dificultades y los altibajos, vemos su vida fecunda, serena, feliz. Los profetas de Baal, en cambio, recibían su alimento en la corte. Quizá pensaron que adulando a la reina, doblando la rodilla ante Baal, se aseguraban una vida tranquila. No fue así: es preferible sentarse a la mesa del Señor que a la de los ídolos; es mejor ser esclavo del Señor que esclavo del pecado [21].

No hay mayor libertad para el hombre que la de reconocer su condición de criatura y adorar a Dios: ese es el remedio más eficaz contra todas las idolatrías: «quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Los cristianos solo nos arrodillamos ante Dios»[22].

Juan Carlos Ossandón


[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2582.

[2] St 5, 17.

[3] Cfr. 1 Re 16, 31.

[4] Benedicto XVI, Audiencia general, 15-VI-2011.

[5] 1 Re 17, 1.

[6] Cfr. 1 Re 18, 5.

[7] 1 Re 18, 22-24.

[8] 1 Re 18, 39.

[9] 1 Re 18, 27.

[10] Cfr. Dt 6, 14.

[11] Benedicto XVI, Audiencia general, 15-VI-2011.

[12] Francisco, Homilía, 14-IV-2013.

[13] Cfr. 1 Re 18, 37.

[14] Francisco, Homilía, 14-IV-2013.

[15] Benedicto XVI, Motu proprio Porta fidei, 11-X-2011, n. 10.

[16] Cfr. 1 Re 18, 41-46.

[17] 1 Re 19, 4.

[18] Palabras de San Josemaría recogidas en J. Echevarría, Memoria del Beato Josemaría, p. 116.

[19] San Josemaría, Forja, n. 379.

[20] 1 Re 19, 8.

[21] Cfr. Amigos de Dios, nn. 34-35.

[22] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad del Corpus Christi, 22-V-2008.